Este cuento nació con otra intención hace tiempo
a petición de un gran amigo, hoy lo reencontré
y le he tratado de dar un final. Gracias Ch. T-c
Cuento 1
Basta de engaños, tal vez hubiera sido preferible comprobar la certeza de los rumores, esos que me advertían sobre la maldición de aquéllos que habían llegado a amarte y poseerte; pero nadie comprendía que en realidad tú los habías poseído, nadie te elegía tú ordenabas y nadie podía negarse.
En aquellas épocas, prefería pensar que el recelo que ocasionabas, era porque la atracción que ejercías no podía ser de este mundo; se decía que tu misterioso paso por nuestras vidas era una huída a crímenes lejanos que sin haber sido perpetrados por tu mano, te hacían aún más culpable por haber dejado morir a quienes se habían atrevido a amarte, ojalá hubiera muerto yo también, pues tus ausencias me han enterrado vivo en esta realidad que no dejo de alucinar, asfixiándome a cada momento en que la humedad de mis sábanas me recuerda el espacio que ocupaste.
Llegaste a mí en el momento indicado, llamándome por mi nombre y viéndome a los ojos tomaste mi mano para leer las líneas que tal vez tú misma habías escrito en otro momento, porque cuando tu piel tocó la mía, supe que esa mirada y esa enigmática sonrisa, me habían acompañado desde antes de mi existencia; tu aroma era el mismo que desde niño me despertaba por las noches y me hacía llorar hasta el cansancio cuando desaparecía de la almohada en que lo encontraba día con día.
Me miraste con la fría calidez de quien no necesita explicar nada, fue entonces que decidiste mi destino, sincronizando mi respiración con la tuya y apropiándote de mi mente y mi ser. La seguridad con la que decretabas nuestras acciones me abrumaba y me mantenía preso de tus decisiones, a pesar de tu juventud parecías conocerlo todo y te reías de mis intentos por resistir a tus designios.
De alguna manera te las arreglabas para estar presente siempre en todos lados, aún cuando te ibas de mi lado, después de aquella primera noche, llenaste mi incipiente cuerpo de adolescente con tu enigma; comencé a sudarte y a respirar la necesidad de no apartarme de ti.
El simple contacto con tu piel me hizo sentir una oleada de calor en el vientre que me asustó, obligándome a cuestionarme en mis adentros quién eras, y como si pudieras leer mis pensamientos, me envolviste en tu mirada diciendo, “te niegqs a pronunciarlo, pero sabes quién soy yo, reconoces en mí la marca de la que ha sido el eco de los deseos de una edad olvidada que fluye y se materializa, esa que nunca se ha apartado, soy yo”.
Estando a tu lado, los demás eran un simple capricho equívoco de una realidad cada vez más distante, algunos te acusaban al no comprender tu misterioso encanto pero al final sucumbían ante tu gloriosa imagen, rendidos al igual que yo mismo. Formabas parte de cada uno de nosotros morabas en la comodidad de una existencia que tú misma nos habías inventado.
No me di cuenta de tu poder hasta que no tuve voluntad para liberarme del influjo del mismo, cuando ya ni siquiera el Dios de mis ancestros hubiera querido negociar contigo para recuperar mi alma que tal vez desde siempre, más que ahora, te había pertenecido.
Ya nada importaba, estaba prendido de ti, mi dama del amanecer, poseído por tu efigie de Diosa maldita que corrompe la santidad de una creación y que se alejaba por las noches convertida en un nuevo ser; cada que te marchabas, mi alma se azotaba de celos, pensando en lo que ocupara el tiempo y el espacio tuyo que deseaba poseer al igual que sentía que tú me poseías.
Cada una de nuestras noches juntos eran muestra de la necesidad de ambos, cada que te alejabas con tu profunda mirada me pedías que comprendiera, aunque sabías que no necesitabas suplicar cuando sólo necesitabas decirlo; después, convertida en un murmullo del viento te alejabas dejándome delirante de tu cuerpo y convencido de que tal vez nunca serías real.
Tus viajes se fueron haciendo cada vez más largos y tus ausencias más dolorosas, a veces llegaba a convencerme de que no podías ser cierta, hasta que regresabas tan mítica como el recuerdo más profundo para envolver mi cada vez más senil cuerpo en tus amargas y seductoras caricias, que con el paso de los años eran más misericordiosas que producto del deseo.
Mi cuerpo había cambiado y tú en cambio seguías siendo la misma, mi mujer, mi dueña y madre, pero sobre todo eras eso que no podía soportar mientras no pudiese detener mi vejez, seguías siendo joven ante mis ojos. La tristeza que me llenaba años atrás cuando te ibas, se convirtió en cólera y frustración en mi vejez, pensando en que tus ausencias las llenabas en la búsqueda de una réplica del que yo había sido.
La desesperación en que vivía me hacía imaginarte en todas tus edades, tratando de contabilizar tus amores pasados y atinar en los venideros, mi rabia me hacía caer en accesos de odio que me iban consumiendo hasta que aparecías para reírte de mis pensamientos.
Nunca tuve miedo de perder tu amor o lo que fuera que sintieras por mí, lo que en verdad me aterraba era la idea de perderte a ti, sin cuya presencia o promesa de la misma no sabía cómo vivir; me habías arrancado de la vida que conocía, para adherirme a tu mítica existencia. Para mí nunca cambiaste, siempre tuviste el mismo rostro juvenil con mirada milenaria que penetraba mi más profundo yo.
Con los años, tus de por sí esporádicas visitas se hicieron tristes, ya no eran aquellas en las que nos desvanecíamos uno en el otro, bebiendo insaciables nuestros espíritus; ya no podía creerte que desearas mi cuerpo abatido por el inaplazable paso del tiempo, me resultaba inconcebible seguir siendo digno de tu mirada y comenzó a dolerme tu presencia.
Fue así como comencé a desear tu ausencia, a añorar tu lejanía y a atesorar en mi memoria los hermosos momentos que ya jamás viviríamos; fue entonces cuando lo supe, el alma con la que había llegado a este mundo había dejado de existir desde el momento en que te conocí y decidiste quitármela, te había pertenecido entonces y aún ahora seguías reclamándola con el grito ahogado de tus silencios.
Entonces lo decidí, tenía sólo un momento de coraje y era preciso cobrarte el precio de mi locura; la única forma sería condenando mi alma, la cual era tu botín, al dolor más terrible que pudiera imaginar un desgraciado como yo, perder a su mujer, su dueña y madre. Con ello tu trofeo estaría defectuoso, tu victoria estaría incompleta.
Fue entonces cuando me despedí para siempre, no te dije el adiós simple y retórico de los hipócritas, esta vez fueron mis palabras la maldición eterna pronunciada como sentencia; mi voz se había convertido entonces en el emisario de los siglos, en el enviado oculto en la desdicha que estaría condenándonos a extinguirnos en el más doloroso y desgarrador de los recuerdos, aquel recuerdo que ya no puede soñar con tener un futuro.
Karla Guadalupe
martes, 17 de mayo de 2011
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